En aquellos años de cielos claros, charlestón, leyes de Volstead y whisky ilegal, en el albor de la década americana de los años veinte, el espiritismo, las médiums, los contactados permanentes con el más allá, las echadoras de naipe marsellés y lectoras de posos de café, y las rarezas freaks de circo, como los fantasmas, estaban tan la orden del día que Nueva York contaba con salones específicos donde gente de toda condición, cultura y poder adquisitivo se reunía con la esperanza, muchas veces fraudulenta, de contemplar animales únicos, amputaciones graves, mórbidos objetos y útiles de tortura, enanos espectaculares, siameses, o el mero resultado de ataques de fieras. La contemplación de personas deformes, anormales y desgraciadas, fenómenos de naturalezas distintas, demostraciones que alteraban la física y la lógica; o simplemente asistían a gabinetes de magra índole y ninguna moral con la dudosa intención de recibir el perdón de muertos recientes, de alejar entidades oscuras, reunir ancestros, departir con familiares desaparecidos, contactar con infantes muertos sin bautizar o con antiguos personajes de leyendas, poseer objetos con vida propia y pasear por habitaciones encantadas. Eran los tiempos de Max Malini, Anneman y Harry Houdini.
Sarah Georginas había apuntado en una libreta, al refugio de las noches, mientras su hijo dormía, todo lo necesario para acondicionar un gabinete donde el fin fundamental iba a ser el de ganar mucho dinero interpretando sueños y elaborando narraciones onirocríticas de su clientela.
En una metrópolis como Nueva York (cruce y enlace de cientos de autopistas del sueño) donde millones de seres dormían a cualquier hora, ¿cómo no iba a ser necesitado alguien que afirmara interpretar esos episodios soñados? Los americanos ya tenían sus escapistas y magos, sus espiritistas y domadores de pulgas, ¿pero quién iba a desvelar sus sueños, quién conocía el críptico idioma que sólo despierta mientras duerme nuestro consciente? Ella.
Compró varios libros en almacenes perdidos a los últimos chamarileros, vetustas barajas adivinatorias (todas incompletas, algunas redibujadas, con el único fin de mostrarlas, para crear en su salón un ambiente propicio a lo desconocido), velas serpiformes y carteles de enigmáticos anuncios del pasado siglo XIX: jarabes milagrosos de tal doctor, aeróstatos entre la bruma, navíos a punto de hundirse en mitad de tormentas, proyecciones cinematográficas desde aparatos imposibles, fotografías de cadáveres, ectoplasmas, apariciones y ejecuciones. Reunió un gran diván tapizado con cuero (pues la madera —pensaba— se empapa con los residuos de los sueños) y sobre el cuero: tela limpia, de colores distintos para cada cliente; un gramófono y tres discos clásicos; lámparas diversas y perfumarios; y lo envolvió todo con tenues cortinas violetas que filtraban y tornasolaban la luz a cualquier hora del día o de la tarde.
El salón estaba preparado. Sólo faltaba alguien que leído el anuncio en el periódico de la mañana recordara haber tenido un sueño, bueno, malo, extraño, profético o repleto de pesadillas: en un lugar como aquel no tenía más remedio lo soñado que dejarse descomponer. Acondicionó una de las ventanas que daban a la calle como reclamo (usó la misma técnica de los escaparates de pastelería), dispuso un cuerno de cabrón de las Rocosas, bastante grande, blancuzco, áspero a la mano, y muy enroscado, comprado a una mujer negra por dólar y medio en un mercadillo clandestino de Harlem, encima de un paño bordado con decenas de crucecitas blancas; y alineados caprichosamente a lo largo del ventanal mostró los siete frutos sagrados de Canaán: granos de trigo, granos de cebada, un cuenco pequeño de vino, otro con miel de dátiles, higos, granadas y aceitunas. Dos frascos (transparentes) sellados con corcho y lacre, uno con agua del Atlántico y otro con arena del cercano East River, y además el elegante, atractivo y colorista cartel en la puerta: Gabinete Freudian de Interpretación de Sueños. Por Georginas Parker. A un lado de su nombre una luna creciente, al otro una menguante, y sobre las iniciales algunas estrellas de metal bruñido.
(Descripción del gabinete de Georginas Parker en la novela La interpretadora de sueños de Rafael R. Costa), de venta en Amazon
No sé si seré capaz de conciliar el sueño esta noche, misteriosa Marlene.
Emocionado,
Rafael
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La escritora Amelia Noguera dijo en una entrevista “cuando consigues emocionar con lo que escribes, has marcado el camino de una buena literatura” y “La interpretadora de sueños” sin duda tiene la virtud de emocionar. Rafael R. Costa tiene la magia de saber contar historias.
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